El barrio de las letras
Vive en pleno barrio de las letras. Hace tiempo que Pedro quería que Ana y yo nos acercáramos hasta allí y viéramos los tesoros que ha ido acumulando a lo largo de años de soltería y viajes. Ayer era un día tan bueno como cualquiera, así que lo llamamos y nos presentamos en su casa museo.
Es un edificio de tres alturas y sólo viven cinco vecinos. La puerta de entrada al edificio es inmensa, un portalón de madera maciza encima de la que hay una vieja placa que dice: paso de carruajes. Todavía hay en Madrid puertas que no han sucumbido al hierro forjado. Desde la entrada se ve un patio al final, un patio que rompía drásticamente con el paisaje de fuera. Hay plantas, árboles y varias tallas y estatuas, sobre todo de angelotes, y cada árbol y cada estatua tiene una pequeña historia que Pedro nos iba contando como si fueran ajenas a él. Uno de esos árboles sobraba cuando se hizo la remodelación del Museo Thyssen, y él consiguió quedárselo para este patio de luces en el corazón de Madrid.
No hay ascensor, pero vive en la primera planta. Al abrir la puerta, nos topamos con un precioso mueble lacado que adquirió en China. De aquel viaje, además del mueble, se trajo a una guía china a su casa. Conociendo su historia, no pudimos por menos que preguntarle si por fin se había enamorado, pero la razón principal de que decidiera a compartir su pequeño museo con una mujer es que le gustaba cómo hablaba la lengua de Cervantes. Pedro es periodista y vive de hacer crónicas, pero desearía vivir de escribir, porque a ello dedica toda su vida.
Una vez instalada, la china que hablaba un castellano cantarín le contó a Pedro que tenía un hijo y que quería traérselo a vivir con ellos, y ahí se acabó la historia. Le pagó el viaje de vuelta y le dió dinero, y la mujer china, agradecida, le propuso una permuta. Tenía una prima soltera que cocinaría para él y le cuidaría las plantas del patio. No rompería el silencio en el que vivía Pedro porque nunca había salido un sonido de su garganta. Nadie sabía si era muda o se había negado a hablar cuando debería haber empezado a hacerlo.
Pedro la llama Shangai porque de allí vino. Si no nos hubiera servido un té, nunca hubiera dicho que allí viviera alguien más. No habla, pero además ha conseguido hacerse inodora e incolora; ha alcanzado la invisibilidad.
Nos preguntábamos cómo viviría Pedro en aquella especie de ataúd de lujo, encerrado la mayor parte del día, con el mínimo contacto con el exterior y en silencio, un apacible y a la vez inquietante silencio. Puede que Pedro adivinara nuestros pensamientos porque cuando nos despedimos nos parafraseó a Fernando Pessoa: "Escribir equivale a olvidar, la literatura es la manera más apacible de ignorar la vida".
Llegábamos tarde al trabajo, tuvimos que correr bajo una fina llovizna, se me enganchó un zapato en un adoquín y perdí el tacón. Nos reímos, Ana y yo nos reímos mucho, quizás para conjurar cierta sensación mortecina que nos había dejado aquel retiro voluntario de la vida de Pedro.
Escribir equivale a olvidar...
Es un edificio de tres alturas y sólo viven cinco vecinos. La puerta de entrada al edificio es inmensa, un portalón de madera maciza encima de la que hay una vieja placa que dice: paso de carruajes. Todavía hay en Madrid puertas que no han sucumbido al hierro forjado. Desde la entrada se ve un patio al final, un patio que rompía drásticamente con el paisaje de fuera. Hay plantas, árboles y varias tallas y estatuas, sobre todo de angelotes, y cada árbol y cada estatua tiene una pequeña historia que Pedro nos iba contando como si fueran ajenas a él. Uno de esos árboles sobraba cuando se hizo la remodelación del Museo Thyssen, y él consiguió quedárselo para este patio de luces en el corazón de Madrid.
No hay ascensor, pero vive en la primera planta. Al abrir la puerta, nos topamos con un precioso mueble lacado que adquirió en China. De aquel viaje, además del mueble, se trajo a una guía china a su casa. Conociendo su historia, no pudimos por menos que preguntarle si por fin se había enamorado, pero la razón principal de que decidiera a compartir su pequeño museo con una mujer es que le gustaba cómo hablaba la lengua de Cervantes. Pedro es periodista y vive de hacer crónicas, pero desearía vivir de escribir, porque a ello dedica toda su vida.
Una vez instalada, la china que hablaba un castellano cantarín le contó a Pedro que tenía un hijo y que quería traérselo a vivir con ellos, y ahí se acabó la historia. Le pagó el viaje de vuelta y le dió dinero, y la mujer china, agradecida, le propuso una permuta. Tenía una prima soltera que cocinaría para él y le cuidaría las plantas del patio. No rompería el silencio en el que vivía Pedro porque nunca había salido un sonido de su garganta. Nadie sabía si era muda o se había negado a hablar cuando debería haber empezado a hacerlo.
Pedro la llama Shangai porque de allí vino. Si no nos hubiera servido un té, nunca hubiera dicho que allí viviera alguien más. No habla, pero además ha conseguido hacerse inodora e incolora; ha alcanzado la invisibilidad.
Nos preguntábamos cómo viviría Pedro en aquella especie de ataúd de lujo, encerrado la mayor parte del día, con el mínimo contacto con el exterior y en silencio, un apacible y a la vez inquietante silencio. Puede que Pedro adivinara nuestros pensamientos porque cuando nos despedimos nos parafraseó a Fernando Pessoa: "Escribir equivale a olvidar, la literatura es la manera más apacible de ignorar la vida".
Llegábamos tarde al trabajo, tuvimos que correr bajo una fina llovizna, se me enganchó un zapato en un adoquín y perdí el tacón. Nos reímos, Ana y yo nos reímos mucho, quizás para conjurar cierta sensación mortecina que nos había dejado aquel retiro voluntario de la vida de Pedro.
Escribir equivale a olvidar...
